martes, 28 de julio de 2009

viernes, 27 de febrero de 2009

martes, 27 de enero de 2009

jueves, 1 de enero de 2009

Tragaruptos




Llueve.

Disculpe usted, pero el caballo me toca el mentón mientras me anticipa con una miradita ridícula su próximo accionar: ¿tocar el chelo con mis pestañas? ¿Usarme como mondadientes? ¿Jugar al elástico? ¿Comerme en un plato de pasta, probablemente con tuco y pesto, en Pipo? Las señas del caballo me sugieren una escena bastante ambigua. En otros momentos la estética me deleitaría, pero hoy, no me toca ser crítico espectador.


72 horas me miró el semental. Desconozco el motivo por el cual se sentía en un sosiego espectacular mientras permanecía recostado en mis pupilas. Entre nosotras, confieso que yo también sentí calma mientras me miraba.

Después de un tedioso ritual, el caballo eliminó a los demás transeúntes del lugar raro haciéndolos caer fuera del cuadro que yo conocía. Nos quedamos solos, en un silencio punzante que todavía siento. Yo me subí a mi compañero, porque nunca me sentí cómoda jugando juegos de mesa, y no por la ausencia de un espíritu lúdico o falta de imaginación. No me gusta jugar sola.

No llueve afuera.

Las cosas del lugar raro no dormían. Mi primer respiro allí fue atropellado por una caravana de hormigas cuya prepotencia y orden eran insoportables. Seguimos nuestro recorrido contra las hormigas un largo tiempo. Parecía que el tiempo ahí solamente corría cuando pasaban cosas. Estando solos, las agujas de mi reloj permanecían en su lugar, calladas.

Al comienzo del sendero de las hormigas, dos castores jugaban al tenis con un dado. Le agradecí al caballo por esperarme tanto tiempo a que dedujera de qué se trataba el juego. Supongo que me esperó porque el tiempo estaba corriendo, y eso lo hacía feliz. Este amigo no iba a dejar que no pasara nada durante mi visita a su lugar raro.
El juego de los castores tenía como objetivo voltear el sombrero del otro con un dado. El premio era el sombrero del rival. Tuvimos suerte de presenciar el juego de Thelonious. Era su gran despedida como jugador de tiro de dado al sombrero, y todos deliraban por tocarlo luego de su victoria. Thelonious tenía en total 25.571 sombreros (cosa extraña, ya que la población de castores en el lugar no excedía los 10.000).

Adiós, Thelonious, adiós.

El caballo me mostró el tomate de fábricas. Los ingresos del lugar provenían de las exportaciones de fábricas a los lugares vecinos. Solo ahí crecía ese tipo de tomate, y aunque eso significara exclusividad para el lugar raro, cada tanto sufría los ataques de los cíclopes que intentaban saquear tomates. Aquel día hubo ataque. El cíclope entraba sin previo aviso, con sus labios exuberantes y sus curvas peligrosas. (Yo miraba escondida en una flor). Su lucha era terminantemente obscena y amoral. Escupía largas babas espesas y dejaba caer por ellas sus globos oculares. Luego, como en una catapulta, los ojos salían disparados de las babas elásticas hacia el tomate de fábricas. Yo lo vi todo. El cíclope bombardeó 23 veces, y en ningún intento le dio al tomate. Frustrado por su fracaso en conflictos armados, se fue por donde vino. Sólo quedo de él un ojo clavado en una roca con forma de diente. Yo creo que era un diente, pero los nativos del lugar raro negaron mi sugerencia.
Cosa rara esa gente. De momentos parecían tener un vuelo intelectual magistral, pero al minuto se contradecían. Es claro que no se trataba de rocas, vos viste la foto.

Gente linda. Tenían un bailarín maravilloso que era el Fred Astaire del lugar. Pasaba casi volando por encima de todos con su ensamble excepcional, tarareando alguna musiquita.

Ya no tenía ojos para ver ni oídos para escuchar todo lo que pasaba alrededor. Me acurruqué en el lomo de mi amigo para descansar, o quizás para transmitirle con calor mi agradecimiento y el cariño que le tomé. Antes de conciliar el sueño, recordé.

Recordé mi encuentro con el caballo, el suelo, los primeros aires que me silbaron al oído, los castores, los sombreros, el ataque del cíclope, el tomate y todo lo que no te conté y no te contaré jamás. Sólo me faltó hablarte de un detalle insoslayable. Antes de que las hormigas atropellaran mi primer respiro, vi un ataúd entre un camino de piedras. Si era un cementerio, no entendía por qué no había más muertos. ¿Es que ahí no se moría?

Nunca concilié el sueño. Volví al ataúd sigilosamente, porque en el lugar nadie dormía. Escuché pasos, pasos, pasos. Era presa de una neurosis que temí que nunca pasaría. Las hormigas. Tuve miedo, tuve pánico. Tuve fobia. Fobia a esos insectos desagradables, fobia a ese lugar extraño, a ese espacio tan abierto, tan libre. Salté al ataúd, me encerré y me mordí los labios con una fuerza espeluznante. Empujé las paredes con mis pies, con mis manos, con mi cabeza. Apoyé todo mi cuerpo sobre la madera fría. Necesité golpear, golpear no para salir, sino para penetrar en mí, para incrustar dentro de mí todas las miradas que alguna vez crucé, todos mis diálogos, todo en lo que alguna vez creí y en lo que no creí también. Sentí el sosiego del caballo en mis pupilas, sentí esa calma. Sentí y entendí todo. Mis dientes, mis lágrimas, mi lengua. Me encontré más sola que nunca. Era yo, y estaba sola, porque lo que en mí habitaba me era completamente ajeno. ¿Te das cuenta de lo que te digo? Yo me lo tragué todo, estrujé con mi mandíbula ese lugar hermoso, para sentir el gusto siempre. Tengo todo lo que alguna vez soñé en mi garganta. Ya no sueño. Es como si hubiera imaginado todo lo posible en una sola noche y en un acto de megalomanía lo hubiese hecho insondable hasta para mi. ¿Cómo deshacerme de este vicio? ¿Cómo extirpar algo que me encanta?

Llueve.


Martina Mainardi
(Moishe pa´ los amigos)
Gracias por hacer mi plan macabro realidad

martes, 16 de diciembre de 2008